Isla de Maipo hecha a mano

Agricultores, apicultores, viñateros, chocolateros y emprendedores gastronómicos le están dando un nuevo significado a la vida de campo, a su cercanía con el río Maipo y a los sabores autóctonos de esta localidad, distante sólo 45 minutos al sur de Santiago, y que nos tienta en cualquier época del año.

DICEN QUE andar en bicicleta es la mejor manera de recorrer un lugar, como si fuéramos nativos de él. Y esa es la sensación que quise disfrutar por dos días en Isla de Maipo visitando pequeños productores. No iba sola, frente a su centenaria iglesia Nuestra Señora de la Merced, me esperaba Felipe Silva, coordinador de turismo municipal de Isla de Maipo. Como ciclista habitual en Santiago, pido un casco, pero aquí no hay cascos, como tampoco semáforos ni cuadras como las que hay en casi todas las ciudades de fundación colonial. Aquí la mayoría de las calles serpentean, dan vueltas y se entrecruzan con un ritmo dado por antiguos brazos del río Maipo. Lo aprovecho para admirar la zona histórica que rodea la plaza, el memorial de Lonquén y casonas de fachada continua y adobe como la de los Quezada López.

Para llenar mi canasto con productos artesanales, me saldré de las grandes rutas del vino. Isla de Maipo, que aún muchos confunden con Cajón del Maipo, tiene uno de los mejores suelos agrícolas del país, de raíz aluvial pedregoso, justamente porque hasta 1942 fue una especie de archipiélago entre los meandros que dibujaba el Maipo. De ocho brazos, hoy queda sólo uno. Es también una tierra de hombres fuertes que están inscritos en la historia como José Miguel Carrera y Diego Portales, y otros sensibles como Eusebio Lillo y Víctor Jara.

Tomando calle El Rosario, nuestra primera parada es dulce y se llama Colmenares Llafkelén, un emprendimiento de Francisco Farías y su esposa Sylvia Concha, quienes llevan 10 años no sólo vendiendo miel multifloral, sino transmitiendo su pasión por la apicultura. Después de empaparnos con la historia de las abejas y probar la miel, me dan a elegir entre mirar desde una ventana cómo Francisco manipula el apiario de más de 50 colmenas o ponerme el traje y ver todo de cerca. Elijo la adrenalina, porque aunque el traje protege de posibles picaduras, el zumbido de las abejas no deja de ser sorprendente y algo aterrador. Sin embargo, encontrar a la reina entre cientos de abejas, no es fácil y el tiempo del tour pasa volando.

Pote de miel en mano nos despedimos de Llafkelén para ir a conocer a otro emprendedor local, Óscar Valenzuela, enólogo y dueño de Bodega Cielos Claros. Desde afuera es sólo un galpón en medio de un cuidado jardín, pero como ya voy aprendiendo en este viaje, los isleños tienen sus secretos guardados puertas adentro. Así es que, sin resistencia, asistimos a la cata que ofrece don Oscar, un momento para ejercitar todos los sentidos. Desde 2007 él mismo produce, embotella, etiqueta y vende vinos de casi todas las cepas, incluyendo un delicado espumante. Todo esto, sin sobrepasar las 4.000 botellas. Y aunque este mediodía el lugar se advierte tranquilo, no cuesta imaginar la época de vendimia que está comenzando, cuando el galpón se abre, entra el caos y todo huele a vino.

Ya es hora de almorzar. Retomamos las bicicletas para regresar a calle Santelices, la principal, donde haremos una parada en el restaurante Amplus de la familia Aguilera Fernández. A primera vista, su carta, a medio camino entre cocina peruana y típica chilena, despierta suspicacias. ¿Peruano en Isla de Maipo? Pues sí, hay una historia familiar de por medio, seis años de esfuerzos y la fiel clientela parece darles la razón. Volviendo a la mesa, lo mejor es que podemos mezclar la cerveza artesanal de la zona, Michela, y un pisco sour, con un cebiche y una ensalada chilena sin ningún problema fronterizo. Totalmente recomendable.

No todo es comer y conversar. No. Mientras la mitad de los isleños duerme su siesta, llega mi hora de cosechar. En cuestión de cinco minutos nos acercamos a la chacra de Juan Luis Maureira, uno de los personajes más originales que he conocido en estas tierras. Es como un “giro sin tornillos” de las semillas y del compost orgánico. Un letrero colgado a la reja de entrada avisa que vende “tomates ecológicos”, pero hay mucho más: pimentones de tres colores, zanahorias de todos los tamaños, lechugas francesas, papas chilotas, cebollas blancas y moradas, entre otras hortalizas que van cambiando con cada estación. Es un lujo entrar al invernadero de tomates y oler el perfume del lugar. Como también emociona saber que Juan Luis planta especialmente minizanahorias para que los niños las descubran desde el fondo de la tierra. Un panorama para meter las manos en la tierra, aprender y saborear.

La tarde en Isla de Maipo resulta más fresca de lo que imaginaba y también más animada. Las calesas con caballos se cruzan con autos y más bicicletas, mientras en las veredas un saludo o salir a regar el patio parecen no ser más que excusas para detenerse a conversar. Podría haberme quedado horas escuchando historias de yacimientos de cobre abandonados, inundaciones y cuatreros, pero los aromas del buen cacao me llaman. Nos alejamos del centro para probar los chocolates de Valle del Maipo, un emprendimiento que ya cumple 10 años en manos de Elizabeth Romero. No trataré sólo de probar, sino de hacer mi propio bombón de late harvest. Elizabeth prepara los moldes mientras me explica los secretos para templar bien el chocolate. Cuesta concentrarse en la técnica cuando el aroma del cacao belga se cuela por todos lados y decenas de trufas nos guiñan el ojo. El chocolate exige disciplina, pero el esfuerzo tiene su recompensa. ¡Antes de 30 minutos doy unos golpes a los moldes y finalmente salen mis bombones!

La tarde se va cerrando entre los cerros de Naltagua, Lonquén y ese gran cordón montañoso de Altos de Cantillana. Dejamos por hoy las bicicletas y atravesamos “en 4 ruedas” el Maipo hacia San Antonio de Naltagua, donde me hospedaré en Rincón de Naltagua. Allí, Gladys Bennett y Bernardo Moreno han acondicionado un hospedaje rural con capacidad para 10 personas. Tienen piscina y un gran jardín que admite familias con niños.

Mi segundo día en Isla de Maipo comienza en la Chichería de los Mesa, donde Susana Armijo rinde su homenaje a la chicha, el pipeño y el vino añejo. Todo lo aprendió de su suegro, Alejandro Mesa, quien comenzó a cocer, moler y filtrar uvas allá por 1890. No hay letreros ni avisos en la casa, pero Susana comenta entre risas que “la gente llega sola” a buscar su último invento, el licor de manjar. La bodega es también el punto de venta y está llena de historias que Susana va recordando entre chuicos y garrafas empolvadas. En resumen: un imperdible.

Mi última parada en Isla de Maipo es Dulzuras del Maipo, de las hermanas Juana y Alejandra Lacerna. Es la oportunidad de completar la lista de compras con pan amasado, empanadas de pino y pastel de choclo hechos en horno de barro; y para el postre, mote con huesillos y alfajores con harto manjar. Se pueden comer en el lugar bajo una buena sombra o pedir para llevar. Abrió recién este año.

En este recorrido, la bicicleta me regaló la brisa de árboles centenarios, paseos por caminos solitarios y nuevos amigos. Un consejo final: entre a www.rutadelvinoislademaipo.cl y arme su propia versión de esta zona. Y no importa si va en auto, quiere moverse en bici o, más lento, en calesa, aproveche la cercanía con cada productor para conversar y compartir. Sólo así extraerá esa savia natural que guarda cada uno entre sus manos, y así también, su canasto de compras llevará historias que ningún otro pueblo le puede contar. Historias con sabor.

Fuente: La Tercera

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